He de confesar que me impresionó la escena, protagonizada por quien tal vez fue un agente de bolsa con una mala racha de suerte. Este flash me conduce al conocido tópico: lo mejor y lo peor del mundo está en Estados Unidos. Dado que abundar en la miseria de ese país es un tema ya muy tratado, que en ocasiones esconde un desprecio de lo que no está a nuestro alcance (la fábula de Esopo la zorra y las uvas), quiero hoy centrarme en el lado positivo. Se trata de dos cualidades muy americanas que nuestro país debiera aprender de esa joven nación: el asombroso desarrollo de su sociedad civil y la apuesta decidida por invertir en inteligencia.
En España existen muchas personas mayores preocupadas por su asistencia y, al mismo tiempo, unas generaciones de jóvenes poco educadas en el esfuerzo y el compromiso; es más: deseosas de que la Administración les resuelva la vida. Estas actitudes provocan una expansión de la mentalidad proteccionista y una postura conservadora de derechos y privilegios. Este modo de pensar inocula un vicio perverso en los comportamientos, porque supone una cesión excesiva de la soberanía personal y ciudadana en favor del denominado Estado Nodriza. A los defensores de dicha concepción social les resulta muy atrayente la perspectiva de recibir seguridad y cobertura social absolutas, aun a riesgo de disponer de menos recursos y soportar su deficiente gestión.
La consecuencia práctica de dichos enfoques no es otra que el insuficiente espíritu de iniciativa de la sociedad española, que con frecuencia prefiere el conformismo frustrante al cambio prometedor. La aversión al riesgo suele conducir a la parálisis en la toma de decisiones. Descuidar el rumbo implica una progresiva pérdida de identidad, que comporta serias erosiones en nosotros mismos y, por lo tanto, entrar a formar parte de una población anónima, homogénea y vulnerable, tantas veces seducida por los dictados impuestos por los mercaderes de modas. Sus consecuencias, desalentadoras, saltan a la vista: el vacío de sentido y el desalojo, peligrosísimo, de la ilusión colectiva imprescindible para toda nación civilizada. Cuando el ciudadano decide que el Estado le resuelva su porvenir, desde ese mismo momento empieza a perder buena parte de su propio protagonismo y de la razón de su existencia.
A pesar de que América comparte con España varios de los rasgos descritos, es un país más vivo e innovador que el nuestro. ¿Cuál es la genuina razón explicativa de la distinta forma de proceder a ambos lados del Atlántico? A mi juicio, es clara: la sociedad civil funciona en Norteamérica de tal suerte que su respetabilidad y prestigio son mayores que los alcanzados por el poder político. En definitiva, dispone de la auténtica energía social, es decir, aquella que proporciona vitalidad a una nación. Estados Unidos, país emprendedor por antonomasia, ofrece un panorama ejemplar: los mejores ciudadanos se involucran en la construcción del país y constituyen el verdadero motor de su desarrollo. El americano medio no espera que el Estado le solucione los problemas que puede resolverse él mismo con sus propios medios. La verdadera autoridad recae en la ciudadanía, no en la clase política ni en la Administración. La poderosa sociedad civil norteamericana asume sus propias responsabilidades mientras el Estado se ocupa sólo de las funciones colectivas insustituibles. El espíritu vivificador de Jefferson y Madison continúa inspirando a los mejores americanos actuales y conformando la esencia de la identidad estadounidense.
Nuestro país, por el contrario, perdió la revolución pendiente en la misma época en que vivieron los mencionados padres de la democracia americana. El recelo e incluso el miedo del Estado a ceder el control del poder a los ciudadanos se tradujeron en la abolición de la constitución liberal de 1812, fecha a partir de la cual la incipiente sociedad civil española quedó inhibida. Aquella desdichada decisión, reforzada años más tarde por otros regímenes políticos, configuró una de las características de la mentalidad social española. En mayor o menor grado, casi todos nos hemos acostumbrado a ser súbditos dependientes de la tutela de Papá Estado, que, a cambio de nuestra dócil sumisión, nos garantiza un mediocre bienestar.
Mi exposición resultaría incompleta si silenciara otra ventaja estructural de América, ésta insuperable mientras los egoísmos localistas impidan la construcción europea: la superioridad proveniente de su tamaño colosal y el compartir sin fisuras una única nacionalidad. La fecundidad más asombrosa y la creatividad más sublime surgen cuando hay circulación de elites. Para que ésta pueda darse, se requiere una gran dimensión de población. Muchos talentos en red provocan unas sinergias excepcionales de sus capacidades. La excelencia, cuando alcanza la masa crítica, es una explosión de talento que potencia al país en que se produce.
Es difícil lograr las cualidades admiradas en los Estados Unidos en un país como el nuestro, cuya sociedad civil se halla aún sumida en un profundo letargo. La ciudadanía debe atreverse a conquistar el protagonismo social del que ahora disfrutan, casi en exclusiva, los políticos. Nuestra sociedad civil se podrá calificar con razón de viva y dinámica cuando abunden los ciudadanos comprometidos con la sociedad en la que viven. Un crisol para probar esa gallardía es la capacidad de invertir los recursos particulares en las causas públicas de mayor rango intelectual.