Uno se imagina a los competidores asiáticos y americanos de nuestras empresas industriales ante la medida que quiere imponer nuestra vicepresidenta Yolanda Díaz (que no ha pagado una nómina en su vida) sobre la limitación de la jornada de trabajo a 37,5 horas semanales. Y se los imagina frotándose las manos y riéndose.
Pensarán “si ya trabajando 40 horas semanales son poco competitivos, si les cuesta más producir, nos los terminamos de merendar”. Porque limitar las horas de trabajo semanales (sin tocar el sueldo, claro) lo que provoca es subir los costes y hacernos menos competitivos. Nos pongamos como nos pongamos.
Cómo no va a ser popular una medida que nos propone trabajar menos. Es como si preguntamos en un colegio si quieren más clase de matemáticas o recreo. Algunos olvidan con demasiada facilidad que lo que sacó a España de la miseria de la posguerra fue el emprendimiento y el trabajo de varias generaciones (las generaciones de hierro) que se dedicaron a eso, a trabajar muy duro y a buscar trabajo y negocio donde fuera.
Buscar que España sea más productiva no es capricho: la incidencia de la productividad sobre el PIB per cápita es clara (y deseable). Los países con altos niveles de productividad, tanto por hora como por ocupado, tienen mayores rentas disponibles. Y Europa está mal a este respecto, pero España está todavía peor.
Si queremos consolarnos (mal de muchos…) veremos que el problema de trabajar menos no es problema solo español, sino que es una tendencia europea que, entre otros factores, está conduciendo a Europa a la irrelevancia. El centro del mundo, que estaba en el Atlántico, se ha trasladado al Pacífico de manera indiscutible. Entre las 15 empresas más grandes del mundo no hay ninguna europea. Hace tres décadas había 5.
¿Qué ha pasado? Que Europa se ha dormido en sus múltiples regulaciones, en su burocracia imposible, en sus impuestos crecientes y asfixiantes y en un estado del bienestar que es, hay que decirlo, de cartón piedra. Lo estamos pagando a crédito.
Nos empeñamos en jubilarnos a la misma edad que nuestros padres cuando la esperanza de vida ha subido 10 años y cuando cada vez hay menos jóvenes y para colmo, incentivamos el “no trabajo”. Como muestra, un botón: ¿Qué mensaje estamos mandando a un chico o chica de 18 años al que por el mero hecho de cumplir 18 años le estamos regalando 400 euros (que hemos sacado de la cartera de sus padres trabajadores) con el “bono cultural”? ¿Cuál es el mérito para esa recompensa? ¿Cómo va a querer trabajar para sacarse su dinero para cultura?
Nos hemos dormido en los laureles y lo cómico es que aún algunos miran con superioridad intelectual a Estados Unidos (con un paro 4,3%, tres veces menos que nosotros).
La receta es tan sabida como impopular. Trabajo y trabajo. Trabajar más y mejor. Con más eficiencia y menos absentismo. Menos impuestos, un Estado mucho más ajustado y más empresas. El resto es engañarnos a nosotros mismos, dar ventajas a nuestros competidores y condenar a nuestros hijos a pagar nuestros excesos.
Álvaro Bañón Irujo. Economista, profesor de la Universidad de Navarra y miembro de Institución Futuro