De otro lado ostenta uno de los mayores porcentajes de gasto farmacéutico sobre el sanitario: un 22%. El problema es que ese percentil está subiendo y amenaza la viabilidad económica del sistema. Hay varios factores que favorecen ese déficit: la universalización de la sanidad, el mayor coste de los medicamentos, el auge de la medicina preventiva, y el aumento del grupo de edad que genera mayor necesidad de específicos: los ancianos.
Los países que históricamente han aventajado a España en los servicios sociales han comenzado ya a dar marcha atrás; se han dado cuenta de que la reducción del gasto sanitario actual es el único medio de asegurar el Estado de Bienestar en el futuro. Suecia y Reino Unido son dos de los países que se han anticipado a corregir el peligroso desequilibrio con medidas contundentes. Reconociendo que la mayor parte del gasto sanitario nacional está justificado, hay algunas partidas en las que existe un claro abuso.
La farmacéutica de mi barrio me contaba esta semana que cada vez que se muere un viejecito del vecindario, sus familiares le llevan una inmensa caja con docenas de medicamentos, muchos sin empezar, para que los entregue a una ONG. Lógicamente, si el ancianito en cuestión hubiera pagado un porcentaje del precio, su instinto coleccionista estaría refrenado.
En España, el setenta por ciento de las prescripciones son destinadas a los pensionistas. Lamentablemente no sólo son nuestros mayores los que sienten la necesidad de tener una réplica de la botica en su casa: todos participamos de ese afán preventivo. La responsabilidad de tanto dispendio no es del consumidor, sino del médico que es el que receta.
El 90% de las visitas médicas acaba con una receta; en Holanda es un sesenta por ciento. Todos tenemos la convicción de que la gratuidad de un servicio incentiva el consumo. Según los datos del Fraser Institute, España es uno de los países con menor índice de participación ciudadana en la financiación de los medicamentos con un 7,1%, frente a un 39% de países como Holanda. En los últimos cinco años, el aporte de los beneficiarios al gasto farmacéutico público en España se ha reducido a la mitad. Probablemente la contribución de un pequeño porcentaje del precio del fármaco, especialmente por parte de los pensionistas de rentas media y alta, ejercería un cierto poder disuasorio del consumo, y les haría ser más conscientes de lo que cuestan los fármacos. Aunque la diferencia de precios de los específicos con marca respecto a los genéricos se ha reducido, éstos siguen siendo más económicos.
En España, el consumo de genéricos respecto al total de medicamentos es del 36%; en Alemania, del 32%, y en Holanda, el 40%. Entre las medidas institucionales del Ministerio debería estar el traslado del ahorro de los medicamentos genéricos al consumidor, beneficio que economizaría sus recursos personales y los del sistema público.
La fijación de las unidades de pastillas recetadas en los medicamentos de mayor precio, tal como lo hacen en Estados Unidos, tomando todas las cautelas que fueran necesarias para garantizar la fiabilidad del sistema, impediría tanto la dañina sobremedicación y como el desperdicio de las pastillas sobrantes del envase.
La receta electrónica es otra medida esperanzadora para un mejor control del consumo, en cuanto que automatiza la prescripción y la dispensación de los fármacos. Asimismo, convendría advertir con más contundencia de los peligros que entraña para la salud el consumo innecesario de antibióticos. La racionalización del consumo farmacéutico no debería tener color político: la viabilidad de la bonificación universal de medicamentos conviene a todos los ciudadanos.
Es de esperar que la madurez de nuestros dirigentes evite controversias peligrosas sobre una cuestión de tan vital importancia en el largo plazo. Ahora que nuestra economía está equilibrada puede ser el momento para poner el remedio: más vale prevenir que curar.