
La palabra deslocalización empezó a usarse en nuestro país en los años ochenta cuando las empresas extranjeras trasladaban su producción e invertían en el estado español. En la actualidad, el concepto ha adquirido una nueva dimensión porque son las empresas españolas las que invierten en otras regiones y se deslocalizan. La base de la deslocalización es la inversión extranjera directa, y puede tener dos objetivos fundamentales: la reducción de costes a través de las economías de escala o el acceso a nuevos mercados. Si con la deslocalización se pretende sólo beneficiarse de los bajos costes laborales, pero los clientes y los proveedores siguen siendo nacionales, podría darse el fenómeno inverso de ‘relocalización’.
Aunque por ahora no se puede considerar una tendencia, varias empresas francesas han decidido trasladar su producción a su país de origen, ya que la deslocalización basada en la reducción de costes no ha tenido los efectos previstos (debido, entre otros factores, a los costes ocultos). Ejemplos de este fenómeno son la filial francesa de Samas, especializada en mobiliario de oficina, La Mascotte, Atol o Sullair Europe: para todas ellas la cercanía a sus clientes y las sinergias que se crean dentro del mercado autóctono resultan más importantes que la reducción de costes a través de la deslocalización. Merece la pena preguntarse si estas ‘relocalizaciones’ sucederán en Navarra o en España. Entre los pilares más importantes de la ‘relocalización’ se encuentran la alta cualificación de la mano de obra, la formación continua, el fácil acceso a las nuevas tecnologías, la estabilidad política, la reducida burocracia, la flexibilidad del mercado laboral, etc. Atendiendo a estos criterios, ¿está nuestro país preparado para acoger de nuevo a las empresas autóctonas?