Los recientes avances en tecnología e investigación médica están haciendo que pacientes que hace unos años morirían irremediablemente (de cáncer o enfermedades coronarias) se conviertan hoy en enfermos crónicos, aumentando su esperanza de vida. Mientras que en 1990 seis millones de americanos superaban un proceso canceroso, hoy en día son alrededor de nueve millones. Sin embargo, esto no implica necesariamente una mejora de su calidad de vida. En muchas ocasiones este alargamiento de su existencia está caracterizado por procesos dolorosos, parálisis, discapacidades y otras serias limitaciones. Este cambio abre un dilema en torno a dos cuestiones importantes: el incremento del gasto sanitario (dado que se trata de tratamientos crónicos de cuadros clínicos complejos), y el derecho de los pacientes a elegir la atención a su dolencia.
Invertir en prevención
En Estados Unidos, la mayor longevidad derivada de los avances médicos pueden suponer un incremento de las primas de seguros, con el consiguiente peligro de cream-skimming (esquivar el aseguramiento de los pacientes más costosos) por parte de las aseguradoras.
Otro factor que aumenta el gasto sanitario es el hecho de que las compañías farmacéuticas invierten más recursos en encontrar tratamientos que alarguen la vida de pacientes crónicos, que los dedicados a la búsqueda de tratamientos curativos o de prevención. Por otra parte, en los sistemas públicos de salud, el incremento del gasto sanitario implica necesariamente la necesidad de su racionamiento. Dado que los recursos son limitados es inevitable entrar en el debate moral que plantea la toma de decisiones sanitarias: ¿se debe tratar a todo el mundo? ¿Quién decide qué pacientes deben ser tratados? ¿Con qué tipo de tratamiento?
¿Cantidad o calidad de vida?
Si tradicionalmente eran los médicos los que decidían que era lo mejor para el paciente, recientemente la gestión por parte de gerentes no-médicos (derivada de la necesidad de establecer mecanismos de racionamiento del gasto) ha cobrado importancia. El futuro parece que va a estar marcado por un peso cada vez más importante del papel del enfermo.
Los pacientes, cada vez mejor informados, demandan la capacidad de elegir qué tratamiento quieren recibir. En Europa ha aumentado el porcentaje de enfermos que prefieren no ser tratados con una medicina agresiva, que no cura, y que tan solo consigue prolongar el sufrimiento. Otra prueba de la mayor soberanía del paciente en la toma de decisiones es el crecimiento de la medicina alternativa en Estados Unidos.
Se estima que el mercado mundial de esta opción de asistencia puede superar los 100 billones de dólares en los próximos 3 años. Quizá el futuro se caracterice porque el paciente sea quien pueda y deba elegir, si así lo desea, entre calidad y cantidad de vida. Al fin y al cabo, ¿no es eso lo que hacen las personas no-enfermas?. Hoy en día parece que en las decisiones tomadas por los profesionales médicos pesa más la cantidad que la calidad de vida.
Sin entrar en el debate de los derechos de los pacientes, conviene recordar que los costes de estos tratamientos, aunque gravosos para el sistema sanitario, representan a su vez beneficios para las empresas que producen la tecnología y los fármacos correspondientes, que obviamente se traducen en un aumento del PIB. Dilucidar cual debe ser el equilibrio entre los beneficios de las industrias médicas y las prestaciones sanitarias a los ciudadanos es una tarea compleja. La evaluación económica de la salud nos afecta a todos. El verano es un buen momento para leer sobre el tema y formarse criterio.